Ella (Escrito por Ella)
Salió titubeante de la habitación, no quería separarse de ella. Aún revuelta entre las sábanas, ella cerró los ojos intentando pensar en cómo las cosas habían cambiado. Lo que más le gustaba de él era aquello que no tenían en común. Adoraba discutir sobre ello hasta altas horas de la madrugada, las ojeras del día siguiente no eran más que cicatrices de una guerra que acababa siempre empatada por un beso. Eran diferentes, se complementaban. Él le había enseñado a levantar los pies del suelo y saltar sin ningún motivo, ignorando lo poco que a ella le gustaba salirse de lo lógico. Otra de las cosas que adoraba era no saberlo todo sobre él, el despertarse cada mañana creyendo conocerle y acostarse descubriendo algo nuevo. Le hacía sentirse bien y aunque fueran pocos los minutos que llevaran sin hablar ya le echaba de menos, como le hubiera pasado si no llega a abrir los ojos dándose así cuenta de que él la estaba mirando, con una sonrisa en la cara. Cómo no, una vez más, la había vuelto a sorprender.
Él (Escrito por Él o yo)
Trató de engañarse a sí mismo saliendo de la habitación como si nada, como si separarse de ella no constituyese uno de sus mayores miedos, mientras ella se revolvía sensual y somnolienta entre las sábanas. Cometió entonces el error más bonito del día: volverse para mirarla por última vez. Sus ojos quedaron presos de ella y él quedó preso de sus propios ojos, que no le dejaron apartar la mirada de su princesa, ni parpadear, ni siquiera llorar de felicidad. Recordó sus versos favoritos de aquel poema que hablaba de libertad y amor (Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío) y se sintió el preso más afortunado y libre del mundo. Decidió hacerse con el poder de su mente, ya que los ojos se le resistían, empapó cada instante de su pensamiento de ella: de su sonrisa, de su olor, de sus besos... y pensó entonces en cómo habían cambiado las cosas, en cómo de repente aquellos ojos rebeldes se habían descegado para amarla, para amar a cada detalle, por ínfimo que fuese, de su ser.
Lo que más le gustaba de ella era que compartía con él su afición por aprovechar el menor atisbo de discrepancia entre ellos para desencadenar una tras otra las discusiones más absurdas que jamás se habían librado, las cuales siempre acababan en victoria (sus besos), aunque ella defendiese que se trataban de un empate. Además coincidían sus intereses por el cine, la escritura, por lo bien hecho, por los besos interminables, pero sobre todo por pasar todo el día el uno junto al otro. Él era feliz cubriendo la parte irracional de la que ella carecía y se le antojaba necesario que a veces ella tirase de él, desde la tierra, para ponerle de vez en cuando los pies en el suelo. Pero de entre todas las cosas que le volvían loco de ella, las que lo habían enamorado eran aquellas pequeñas manías y rarezas suyas (como la de pararse, al escribir, a pensar en si cada pronombre personal se trataba de un complemento directo o indirecto). Entonces, paró aquel carrusel de pensamientos y se preguntó: "¿La amo? ¿Le amo? ¿Cómo se dice?". Ella abriendo los ojos, sorprendida por su presencia, le dio la respuesta sin decir nada, simplemente devolviéndole la sonrisa; y él la escuchó en su cabeza: "te amo, se dice" y se metió de nuevo en la cama para volver a levantarse y vivir una y otra vez aquel bucle perfecto.
miércoles, 20 de marzo de 2013
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