lunes, 2 de diciembre de 2013

El día que perdí mi tren favorito

Meto la mano en el bolsillo inmovilizada por el frío, rogándole al Dios en el que no creo que sea en el que estén las llaves. Por lo visto Dios me quiere. Abro la puerta al tercer intento y el calor oscuro me acoge. No me molesto en encender las luces, ya sé ir a oscuras a mi nuevo cuarto. Me tumbo en la cama y respiro fuerte para comprobar que el ambientador que mi madre me compró sigue desprendiendo su olor a lavanda. Yo y mi obsesión por los olores desde que supe que Nietzsche consideraba el olfato el más importante de los sentidos; y por la lavanda desde que supe que mi ex-novia es alérgica a ella.

Las once, las una, las tres, las cuatro... creo que ya no vas a venir. ¿Por qué sigo esperándote si hace un mes que no irrumpes en mi cuarto de madrugada como acostumbrabas a hacer? A lo mejor es que soy gilipollas y no acepto que ya no te importo, que ya no abrirás nunca más la puerta sin hacer ruido y asomarás tu sonrisa picarona por ella, que ya no volverás a tumbarte en mi cama sin mi permiso ni a pedirme con la mirada que me tumbe a tu lado, que se acabaron los abrazos "olor a ti" que transformaban en segundos las horas; o a lo mejor es que no me acabo de creer que no me quieras.

Me gustaba más al principio, cuando pensaba que lo que echaba de menos era follar contigo. Ya sabes, tus brazos grandes como a mí me gustan, tus hombros anchos, tu pecho y abdomen definidos en su justa medida, y el encajar perfecto de nuestros cuerpos. Pero parece ser que también echo de menos tu voz. Y tu estar merodeando todo el día por mi cuarto como si fuera el tuyo. Y tus bromas y tu picarme continuamente. ¿Qué ha pasado? Ella.

Apago la luz y te imagino sentado en mi cama como aquel día en el que me dijiste aquella mentira:
—Oye.
—Dime.
—Que yo te quiero, ¿eh?
—Y yo a ti, hombre —recuerdo que ni me molesté en apartar la vista de mi ordenador.
—Pero es que yo te quiero mucho.
Te miré.
—Yo también te quiero mucho.
—Pero de verdad...
Y no se me ocurrió otra estupidez que preguntarte que por qué me hacías la pelota, que qué querías. Te quedaste en silencio y tu sonrisa se curvó inversa. Me dedicaste entonces tú primera felicidad fingida y me dijiste con voz temblona y apartando la mirada:
—Estoy enamorado de ella.

Siento los pies helados y los froto entre sí para hacerlos entrar en calor, recordando los masajes que nos dábamos el uno al otro para mantenérnolos calentitos. Sonrío y cierro los ojos, dispuesto a conseguir no soñar esta noche contigo, pero entonces aparece la imagen de las puertas de un tren cerrándoseme en las narices y abandonando la estación. El último vagón levanta el aire al desaparecer frente a mí y me llena la nariz de tu olor dulzón y la boca de tus besos suaves; los ojos de las lágrimas que en tu hombro lloré y las manos de la fuerza con la que debería haberte demostrado que te amaba, en forma de puño cerrado, con las uñas clavándoseme en las palmas. Es el recuerdo de aquel día que te levantaste de mi cama para no volver a tumbarte en ella y saliste de mi habitación para no volver a entrar; el recuerdo del día en el que perdí mi tren favorito: tú.

No sé exactamente si eran mariposas, pero estaban ahí sin que yo las llamara; cada vez que te acercabas, ¡revoloteaban!. Eran tuyas pero estaban en mi estómago...

—¿Signo del zodiaco? —Acuario, pero con mariposas en lugar de peces.

—¿Signo del zodiaco? —Acuario, pero con mariposas en lugar de peces.
"Mariposas en el estómago", vaya metáfora de mierda. Más bien parecen abejas asesinas.

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