La Luna existe tímida tras las nubes, apenas ilumina, dándole a las que la tapan un rosa pastel que me da hambre, hambre de sonreír. Me alegro de que así sea, de que no pueda verla, porque hacerlo siempre me recuerda a ti, aunque oculta también lo esté haciendo.
Consumo el cigarro como he consumido mis ganas de vivir: a penas sin darme cuenta. Lo tiro y lo piso. Y me aseguro de que esté bien apagado; no quiero que el incendio de rabia que ha abrasado mi cuerpo se propague a la azotea —intoxicando a los pocos que me quedan— de mis sentimientos.
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Mis palabras te han abierto las puertas de lo que soy, ¿acaso no sería justo que dijeses ahora qué sientes tú?